Thatcher
Thatcher
Guillaume Long
La semana pasada falleció uno de los líderes históricos del neoliberalismo, la mujer que con más carga ideológica que cualquier otro jefe de estado logró acabar con el estado de bienestar, para instituir uno de los mercados más desregulados del mundo. Muy influenciada por el pensamiento neo-clásico de Friedrich Von Hayek y Milton Friedman, Margaret Thatcher fue sin duda un “dama de hierro” en su obstinación por desmontar el contrato social keynesiano: “No existe esa cosa llamada sociedad. Hay individuos, hombres y mujeres, y hay familias”, expresó célebremente y tristemente aquél ícono de la derecha global.
Desde su elección en 1979, Thatcher se dedicó a tres diligencias principales. La primera fue la destrucción sistemática del Estado a través de la desinversión pública y un agresivo programa de privatización. Las empresas públicas de gas, agua y electricidad fueron las primeras en ser privatizadas, a pesar de que se trataba de monopolios naturales, por lo que la privatización no creaba mayor competencia en el mercado. Thatcher también privatizó a la industria siderúrgica. Y si no alcanzó a privatizar el ferrocarril, logró no obstante poner el plan en marcha que su sucesor, John Major, llevaría adelante en 1994, ocasionando una de las debacles más famosas y emblemáticas de un sistema de transporte público.
Una de sus políticas privatizadoras más agresivas concernió la venta de viviendas sociales municipales, una proporción muy importante de las viviendas de las clases trabajadoras después de la segunda guerra mundial. Recortó, asimismo, todos los colchones sociales de la época del “welfare state”; empezando por quitar la leche escolar de los establecimientos públicos cuando era Ministra de Educación.
Se dedicó también a implementar un sistema tributario regresivo, reduciendo los impuestos directos sobre la renta e incrementando los impuestos indirectos para todos. El “Poll Tax”, un impuesto fijo para cada adulto residente, vino a remplazar el impuesto sobre el valor nominal del arriendo del domicilio, lo que significó que todos los británicos, más allá de sus ingresos, tuvieron que pagar lo mismo.
Sus medidas causaron un clima cada vez más belicoso, incluyendo huelgas generales (1984) y los violentos disturbios de Brixton (1985) y del “Poll Tax” (1990), entre otros. El Reino Unido se volvió uno de los países más desiguales del mundo.
La segunda tarea de Thatcher fue el debilitamiento de la economía industrial del Reino Unido y la apuesta histórica al sector financiero, para devolver a la City de Londres su rol de plataforma financiera internacional. Para conseguirlo, implementó un régimen de desregulación financiera, de “ojos que no ven”, lo que proporcionó un crecimiento ficticio, cortoplacista, y una bonanza artificial sobre dinero prestado. En apariencia, el sistema parecía lograr que las clases pudientes se enriquezcan, pero la falta de sostenibilidad de este modelo se evidenció con el estancamiento del crecimiento y con las burbujas reventadas de la gran crisis del 2008.
La tercera obra de Thatcher fue su compromiso inquebrantable con una política exterior imperial. Su defensa del colonialismo en las Islas Malvinas, su alianza con el gobierno de Reagan durante los años oscuros de apoyo irrestricto a los gobiernos represivos en América Central, su negativa en apoyar las sanciones económicas en contra del Régimen de Apartheid de Sudáfrica, son sólo algunos ejemplos.
Después de su retiro de la política siguió apoyando a empresas nefastas, como por ejemplo el fallido golpe de Estado llevado adelante por su hijo, el magnate mercenario Mark Thatcher, en Guinea Equatorial, para asegurar una tajada de los abundantes recursos petroleros de este país; así como, según el testimonio reciente de otro mercenario cercano a la familia, su apoyo al golpe fallido en contra de Hugo Chávez en 2002.
Con su muerte, Thatcher logra congregar, como era de esperar, a varios gurúes del neoliberalismo en torno a su legado; por ejemplo Vargas Llosa, quién declaró la semana pasada que "con las privatizaciones [Thatcher] hizo renacer el espíritu empresarial y devolvió la confianza a los británicos” (seguramente quiso decir al 1% de los británicos). El gobierno conservador de David Cameron irradia, mientras tanto, evidente incomodidad: atrapado entre querer canonizar a Thatcher y tratar de evitar la confrontación política doméstica que despierta inevitablemente su sombrío legado.